Nosotros decimos no   (1989)
(Este es el discurso de inauguración de las jornadas de «Chile crea», en Santiago de Chile, a mediados de 1988.)

Hemos venido desde diversos países, y estamos aquí, reunidos a la sombra generosa de Pablo Neruda estamos aquí para acompañar al pueblo de Chile, que dice no.

También nosotros decimos no.

Nosotros decimos no al elogio del dinero y de la muerte. Decimos no a un sistema que pone precio a las cosas y a la gente, donde el que más tiene es el que más vale, y decimos no a un mundo que destina a las armas de guerra dos millones de dólares cada minuto, mientras cada minuto mata treinta niños por hambre o enfermedad curable. La bomba de neutrones que salva a las cosas y aniquila a la gente, es un perfecto símbolo de nuestro tiempo. Para el asesino sistema que convierte en objetivos militares a las estrellas de la noche, el ser humano no es más que un factor de producción y de consumo y un objeto de uso; el tiempo, no más que un recurso económico; y el planeta entero una fuente de renta que debe rendir hasta la última gota de su jugo. Se multiplica la pobreza para multiplicar la riqueza, y se multiplican las armas que custodian esa riqueza, riqueza de poquitos , y que mantienen a raya la pobreza de todos los demás, y también se multiplica, mientras tanto la soledad: nosotros decimos no a un sistema que no da de comer ni da de amar, que a muchos condena al hambre de comida y a muchos más al hambre de abrazos.

Decimos no a la mentira. La cultura dominante, que los grandes medios de comunicación irradian en escala universal, nos invita a confundir el mundo con un supermercados o una pista de carreras, donde el prójimo puede ser una mercancía o un competidor, pero jamás un hermano. Esa mentirosa cultura, que cursimente especula con el amor humano para arrancarle plusvalía, es en realidad una cultura del desvinculo: tiene por dioses a los ganadores, los exitosos dueños del dinero y el poder, y por héroes a los uniformados rambos que les cuidan las espaldas aplicando la Doctrina de seguridad Nacional. Por lo que dice y por lo que calla, la cultura dominante miente que la pobreza de los pobres no es un resultado de la riqueza de los ricos, sino que es hija de nadie, proviene de la oreja de una cabra o de la voluntad de Dios, que hizo a los pobres perezosos y burros. De la misma manera, la humillación de unos hombres por otros no tiene porqué motivar la solidaria indignación o el escándalo, porque pertenece al orden natural de las cosas: las dictaduras latinoamericanas, pongamos por caso, forman parte de nuestra exhuberante naturaleza y no del sistema imperialista del poder.

El desprecio traiciona la historia y mutila al mundo. Los poderosos fabricantes de opinión nos tratan como si no existiéramos, o como si fuéramos sombras bobas. La herencia colonial obliga al llamado Tercer mundo, habitado por gente de tercera categoría, a que acepte como propia la memoria de sus vencedores y a que compre la mentira ajena para usarla como si fuera la propia verdad. Nos premian la obediencia, nos castigan la inteligencia y nos desalientan la energía creadora. Somos opinados, pero no podemos ser opinadores. Tenemos derecho al eco, no a la voz, y los que mandan elogian nuestro talento de papagayos. Nosotros decimos no: nos negamos a aceptar esta mediocridad como destino.

Nosotros decimos no al miedo. No al miedo de decir, al miedo de hacer, al miedo de ser. El colonialismo visible prohíbe decir, prohíbe hacer, prohíbe ser. El colonialismo invisible, más eficaz, nos convence de que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser. El miedo se disfraza de realismo: para que la realidad no sea irreal, nos dicen los ideólogos de la impotencia, la moral ha de ser inmoral. Ante la indignidad, ante la miseria, ante la mentira, no tenemos más remedio que la resignación. Signados por la fatalidad, nacemos haraganes, irresponsables, violentos, tontos, pintorescos y condenados a la tutela militar. A lo sumo, podemos aspirar a convertirnos en prisioneros de buena conducta, capaces de pagar puntualmente los intereses de una descomunal deuda externa contraída para financiar el lujo que nos humilla y el garrote que nos golpea.

Y en este cuadro de cosas, nosotros decimos no a la neutralidad de la palabra humana. Decimos no a quienes nos invitan a lavarnos las manos ante las cotidianas crucifixiones que ocurren a nuestro alrededor. A la aburrida fascinación de un arte frío, indiferente, contemplador del espejo, preferimos un arte caliente, que celebra la aventura humana en el mundo y en ella participa, un arte irremediablemente enamorado y peleón. ¿Sería bella la belleza si no fuera justa?, Sería justa la justicia si no fuera bella?. Nosotros decimos no al divorcio de la belleza y de la justicia, porque decimos sí a su abrazo poderoso y fecundo.

Ocurre que decimos no, y diciendo no estamos diciendo .

Diciendo no a las dictaduras, y no a las dictaduras disfrazadas de democracias, nosotros estamos diciendo a la lucha por la democracia verdadera, que a nadie negará el pan ni la palabra y que será hermosa y peligrosa como un poema de Neruda o una canción de Violeta.

Diciendo no al devastador imperio de la codicia, que tiene su centro en el norte de América, nosotros estamos diciendo a otra América posible, que nacerá de la más antigua de las tradiciones americanas, la tradición comunitaria: la tradición comunitaria que los indios de Chile defienden, desesperadamente, de derrota en derrota, desde hace cinco siglos.

Diciendo no a la paz sin dignidad, estamos diciendo al sagrado derecho de rebelión contra la injusticia y su larga historia, larga como la historia de la resistencia popular en el largo mapa de Chile.

Diciendo no a la libertad del dinero, nosotros estamos diciendo a la libertad de las personas: libertad maltratada y lastimada, mil veces caída, como Chile, y como Chile, mil veces alzada.

Diciendo no al egoísmo suicida de los poderosos, que han convertido al mundo en un vasto cuartel, nosotros estamos diciendo a la solidaridad humana, que nos da sentido universal y confirma la fuerza de fraternidades más poderosas que todas las fronteras con todos sus guardianes: esa fuerza que nos invade, como la música de Chile, y como el vino de Chile nos abraza.

Y diciendo no al triste encanto del desencanto, nosotros estamos diciendo a la esperanza, la esperanza hambrienta y loca y amante y amada, como Chile: la esperanza obstinada como los hijos de Chile rompiendo la noche.

 

Boca del tiempo  (2004)

El puerto

La abuela Raquel estaba ciega cuando murió. Pero tiempo después, en el sueño de Helena, la abuela veía.

En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedía a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires.

Y así, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veía el puerto del país desconocido donde iba a vivir toda su vida.

El vuelo de los años

Cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje hacia el sur, desde las tierras frías de la América del Norte.

Un río fluye, entonces, a lo largo del cielo: el suave oleaje, olas de alas, va dejando, a su paso, un esplendor de color naranja en las alturas. Las mariposas vuelan sobre montañas y praderas y playas y ciudades y desiertos.

Pesan poco más que el aire. Durante los cuatro mil quilómetros de travesía, unas cuantas caen volteadas por el cansancio, los vientos o las lluvias; pero las muchas que resisten aterrizan, por fin, en los bosques del centro de México.

Allí descubren ese reino jamás visto, que desde lejos las llamaba.

Para volar han nacido: para volar este vuelo. Después, regresan a casa. Y allá en el norte, mueren.

Al año siguiente, cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje…

Los emigrantes, ahora

Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.

No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.

En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.

Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.

Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.

Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.

Sebastião Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.

La historia que pudo ser

Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte.

A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.

Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.

Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.

Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.

La trama del tiempo

Tenía cinco años cuando se fue.

Creció en otro país, habló otra lengua.

Cuando regresó, ya había vivido mucha vida.

Felisa Ortega llegó a la ciudad de Bilbao, subió a lo alto del monte Artxanda y anduvo el camino, que no había olvidado, hacia la casa que había sido su casa.

Todo le parecía pequeño, encogido por los años; y le daba vergüenza que los vecinos escucharan los golpes de tambor que le sacudían el pecho.

No encontró su triciclo, ni los sillones de mimbre de colores, ni la mesa de la cocina donde su madre, que le leía cuentos, había cortado de un tijeretazo al lobo que la hacía llorar. Tampoco encontró el balcón, desde donde había visto los aviones alemanes que iban a bombardear Guernica.

Al rato, los vecinos se animaron a decírselo: no, esta casa no era su casa. Su casa había sido aniquilada. Ésta que ella estaba viendo se había construido sobre las ruinas.

Entonces, alguien apareció, desde el fondo del tiempo. Alguien que dijo:

—Soy Elena.

Se gastaron abrazándose.

Mucho habían corrido, juntas, en aquellas arboledas de la infancia.

Y dijo Elena:

—Tengo algo para ti.

Y le trajo una fuente de porcelana blanca, con dibujos azules.

Felisa la reconoció. Su madre ofrecía, en esa fuente, las galletitas de avellanas que hacía para todos.

Elena la había encontrado, intacta, entre los escombros, y se la había guardado durante cincuenta y ocho años.

El pie

Muchos no volvieron. Muchos de los ciudadanos del mundo que marcharon a luchar por la república española, bajo tierra española quedaron.

Abe Osheroff, de la Brigada Lincoln, sobrevivió.

Un balazo le había arruinado una pierna. Con un pie quieto y el otro pie caminando, regresó a su país.

España fue su primera guerra perdida. Y desde entonces, llevado por su pie andariego, Abe no paró.

A pesar de las traiciones y las derrotas, los palos y las cárceles, no paró. Un pie no podía, pero el otro pie quería y seguía. Un pie le decía: aquí me quedo, pero el otro decidía: ahí te llevo. Y una y otra vez ese pie, el andante, volvía al camino, porque el camino es el destino.

Y ese pie cargaba con Abe a través de los Estados Unidos, de punta a punta, de mar a mar, y lo metía en líos, un lío tras otro, contra la cacería de brujas de McCarthy y la guerra de Corea y la segregación racial y la pena de muerte y el golpe de estado en Irán y el crimen de Guatemala y la carnicería de Vietnam y el baño de sangre en Indonesia y lasexplosiones nucleares y el bloqueo de Cuba y el cuartelazo en Chile y la asfixia de Nicaragua y la invasión de Panamá y los bombardeos de Irak y de Yugoslavia y de Afganistán y otra vez Irak y.

Abe ya tenía noventa años y seguía siendo un caminante, cuando su amigo Tony Geist le preguntó, por preguntar nomás, cómo andaba. El alzó su cabeza de león de melena blanca y sonrió, de oreja a oreja:

—Aquí ando, con un pie en la tumba y el otro pie bailando.

El camino de Jesús

Clavado de una sola mano, Jesús de Nazaret colgaba de los restos de una pared quemada. El otro Jesús, el de Cambre, colgaba de un andamio.

Jesús Babío, nacido en el pueblo de Cambre, era maestro albañil, maestro carpintero, maestro fontanero y maestro blasfemador. Hacía bien todo lo que hacía, pero él había andado mundo y bien sabía que no había en el mundo quien pudiera superarlo en el arte de la blasfemia, que es, como la mística, un arte español. Y a blasfemazo limpio estaba Jesús, el de Cambre, reconstruyendo la iglesia de Santa María de Vigo, que había sido incendiada por los rojos en los años de la guerra, mientras Jesús, el de Nazaret, negro de tizne, escuchaba, sin una mueca, aquellos homenajes:

—Me cago en las bisagras del sagrario y en los clavos de Cristo y en sus llagas y en sus espinas y me cago en la inmaculada madre que lo parió.

De vez en cuando, Angel Vázquez de la Cruz se metía, de a caballo, en la iglesia en ruinas. Desde lo alto del andamio, mientras martillaba alguna cuña de madera, Jesús le contaba, entre blasfemia y blasfemia, alguna historia de sus viajes al extranjero. Aquel obrero errante había trabajado en Inglaterra, Holanda, Noruega, Alemania, y hasta en Cataluña.

Sus relatos siempre terminaban igual. Con el martillo señalaba el ventanal, invadido por los pájaros, y más allá señalaba el sendero del bosque de Cambre. Nadie aparecía por allí, como no fuera algún lugareño que llevaba, montado en burro, una carga de leña. El sendero era no más que un tajo de polvo entre los árboles.

—¿Lo ve? —preguntaba. Y sentenciaba:

—Yo anduve muchos caminos. Y me cago en el camino del Calvario, en el camino de Santiago y en todas las autopistas. Porque sepa usted, vaya sabiendo, que todo lo que hay para ver en el mundo, y en el alto cielo, pasa por ese caminito ahí.

Itinerario de las hormigas

Las hormigas del desierto asoman desde las profundidades y se lanzan a los arenales.

Buscan comida por aquí, por allá; y en sus andanzas se van apartando de su casa más y más.

Mucho después regresan, desde lejos, cargando a duras penas los alimentos que han encontrado donde nada había.

El desierto se burla de los mapas. La arena, revuelta por el viento, nunca está donde estaba. En esa ardiente inmensidad, cualquiera se pierde.

Pero las hormigas recorren el camino más corto hacia su casa. Marchando en línea recta, sin vacilar, vuelven al exacto punto de salida, y excavan hasta encontrar el minúsculo orificio que conduce a su hormiguero. Jamás confunden el rumbo, ni se meten en agujero ajeno.

Nadie entiende cómo pueden saber tanto estos cerebritos que pesan un miligramo.

La ruta de los salmones

A poco de nacer, los salmones abandonan sus ríos y se marchan a la mar.

En aguas lejanas pasan la vida, hasta que emprenden el largo viaje de regreso.

Desde la mar, remontan los ríos. Guiados por alguna brújula secreta, nadan a contracorriente, sin detenerse nunca, saltando a través de las cascadas y de los pedregales. Al cabo de muchas leguas, llegan al lugar donde nacieron.

Vuelven para parir y morir.

En las aguas saladas, han crecido mucho y han cambiado de color. Llegan convertidos en peces enormes, que del rosa pálido han pasado al naranja rojizo, o al azul de plata, o al verdinegro.

El tiempo ha transcurrido, y los salmones ya no son los que eran. Tampoco su lugar es el que era. Las aguas transparentes de su reino de origen y destino están cada vez menos transparentes, y cada vez se ve menos el fondo de grava y rocas. Los salmones han cambiado y su lugar también ha cambiado. Pero ellos llevan millones de años creyendo que el regreso existe, y que no mienten los pasajes de ida y vuelta.

El castigo

Reina y señora fue la ciudad de Cartago, en las costas del Africa. Sus guerreros llegaron a las puertas de Roma, la rival, la enemiga, y a punto estuvieron de aplastarla bajo las patas de sus caballos y sus elefantes.

Unos años después, Roma se vengó. Cartago fue obligada a entregar todas sus armas y sus naves de guerra, y aceptó la humillación del vasallaje y el pago de tributos. Todo aceptó Cartago, inclinando la cabeza. Pero cuando Roma mandó que los cartagineses abandonaran la mar y se marcharan a vivir tierra adentro, lejos de la costa, porque la mar era la causa de su arrogancia y de su peligrosa locura, ellos se negaron a irse: eso sí que no, eso sí que nunca. Y Roma maldijo a Cartago, y la condenó al exterminio. Y allá marcharon las legiones.

Cercada por tierra y por agua, la ciudad resistió tres años. Ya no quedaba agujero por raspar en los graneros, y habían sido devorados hasta los monos sagrados de los templos: olvidada por sus dioses, habitada por espectros, Cartago cayó. Seis días y seis noches duró el incendio.

Después, los legionarios romanos barrieron las cenizas humeantes y regaron la tierra con sal, para que nunca más creciera allí nada ni nadie.

La ciudad de Cartagena, en las costas de España, es hija de aquella Cartago. Y es nieta de Cartago la ciudad de Cartagena de Indias, que mucho después nació en las costas de América. Una noche, charlando bajito, Cartagena de Indias me confió su secreto: me dijo que si alguna vez la obligaran a irse lejos de la mar, también ella elegiría morir, como murió la abuela.

El paso del tiempo

Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero.

Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo.

No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.

España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más miles de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de Estado.

Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.

En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el calendario universal.

Pero a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años.

 

Las venas abiertas de América Latina


Las venas abiertas de América Latina tiene una función muy clara: dar a conocer cuáles fueron los orígenes de la constante humillación de la que es objeto esta parte del mundo por parte de los países más desarrollados, los cuales tejen sus redes de dependientes a través de la imposición tecnológica y económica de sus empresas.
Galeano titula la introducción de su libro con el más que representativo "Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta" y no es para menos, pues el hecho de que grandes empresas adquieran el dominio de la economía en el ámbito internacional traerá como consecuencia que las empresas netamente nacionales no puedan competir y que eso, a su vez, provoque un declive en cuanto a los gastos en desarrollo social o cualquier apoyo "altruista" a la gente. Cuántas cosas no se ven incluso en nuestra actualidad que son incoherentes, algo así como ver un Wal Mart desprendiendo la magnificencia de sus instalaciones, presumiendo los autos último modelo de los concesionarios y, en el otro lado de la calle, ver un tianguis al puro estilo popular donde la gente se empuja, magulla, grita, ofrece, compra y demás etcéteras. Haciendo una reflexión se desprende el hecho de que aquello que se intercambie económicamente en el tianguis quedara en nuestras tierras; pero a pasar de que en el tal Wal Mart se den "ofertas increíbles" que se supone benefician al comprador bien sabemos que gran parte del capital que se intercambia en esa tienda obedece a intereses extranjeros; sólo se sangra al pueblo para alimentar a los vampiros del extranjero.
 

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